Con mis compañeros de armas solíamos asaltar las esquinas. Bebíamos la noche de oros derretidos, el rocío de las estrellas. Acometíamos con vehemencia de cíclope contra las falsas promesas y el capó de los autos. Bajo los puentes caídos, celebrábamos la derrota, con grandes manos pobladas de ternura. A veces volvíamos con la piel gastada, los dientes cargados de flores y las hileras rotas de tanto arrastrar los caminos. Volvíamos con prisa de retorno, con colores escritos en los labios y los bolsillos repletos de hierba, cenizas que íbamos esparciendo y recogiendo de tanto humo sofocado. Mentíamos a nuestros padres con absoluta verdad y a nuestros futuros hijos con gritos de inocencia. Todos queríamos traer, a nuestro modo, el fuego de la montaña, empujar la piedra de Sísifo, rodar con ella, ser todo o nada, hasta darnos de bruces en el lodo sagrado, materia viviente, morada de los tiempos. Éramos cinco, pero, a veces, se sumaban otros. Igual de ingenuos y desesperados, todos perdí
Libros, arte y poesía