Cada vez que salía de la oficina, caminaba al paradero, trepaba al bus, sentía que una parte suya se perdía. Al principio era un brazo, una oreja. Luego seguían los riñones, el páncreas, las gónadas y demás glándulas vitales. Para cuando llegaba a casa y abría la puerta, solo quedaba un cuerpo tibio e irreconocible, la cara de espanto de la mujer y un largo reguero de órganos detrás, que había que recoger al día siguiente, uno a uno, para volver al trabajo con un mínimo de decencia.
Libros, arte y poesía