Sin familiares que lo reclamen, el cuerpo estuvo rebotando de un ministerio a otro, hasta regresar a la morgue. Solo aguantó ahí unos días. Los forenses se rehusaban a trabajar mientras permaneciera con ellos el execrable difunto. Ningún camposanto aceptó enterrarlo. El gobierno se vio en aprietos. Pensaron cremarlo y echar las cenizas al océano, pero temieron que contaminara por siglos la fauna marina. Por último, decidieron lanzarlo al espacio sideral. Nerviosos por la delicada misión, la impericia de los astronautas propició una fallida maniobra en el aire. Una explosión en las turbinas, seguida de una lluvia de polvo negro bañando sus rostros, les recordó para siempre la monstruosidad que habían engendrado.
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