Cuando la policía detuvo el ómnibus por quinta vez, el chofer no dudó en darse a la fuga. Había acumulado tantas infracciones de tránsito que, tal como fue advertido, a la siguiente ocasión sería trasladado a la comisaría. Durante el cinematográfico escape, el vehículo trepó una vereda, se pasó dos luces rojas, chocó una ambulancia y arrolló un puesto de frutas. Ni la hilera de patrulleros detrás, ni el zarandeo de los pasajeros a bordo, ni los balazos al aire, obligaron al fugitivo a detenerse. Para cuando cruzó la frontera, ya había cometido más delitos que los consignados en el capítulo cuarto del código procesal penal. No se volvió a saber del bus. Algunos dicen que continuó vagando, sin rumbo, en medio de la blanca estepa, parando solo para que los pasajeros comieran o satisficieran sus necesidades. Otros, en cambio, aseguran que, con el tiempo, los viajantes hicieron buenas migas, orillaron en un paraje manso y levantaron ahí un poblado silencioso de casitas blancas y calles rectas: un modelo de urbanidad, con gente que respetaba los pasos peatonales y conservaba limpia la plaza de armas, el césped cortado al ras y brillante el busto de bronce a la memoria de su prócer y fundador.
Hay días en que la ropa me queda demasiado grande no porque haya perdido peso precisamente sino porque de seguro se me ha encogido en dos tallas el alma. Tan inevitable como inútil uno se mira las manos bajo el sol ve caer el ensueño junto al chorro del grifo y encuentra en una cáscara de fruta el significado obsoleto de la alegría. Hay días en que el cuerpo se engalana solo como un mendicante sin el alma puesta y hay que dejarlo solamente abrazarlo y dejarlo irse.
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