Sin familiares que lo reclamen, el cuerpo estuvo rebotando de un ministerio a otro, hasta regresar a la morgue. Solo aguantó ahí unos días. Los forenses se rehusaban a trabajar mientras permaneciera con ellos el execrable difunto. Ningún camposanto aceptó enterrarlo. El gobierno se vio en aprietos. Pensaron cremarlo y echar las cenizas al océano, pero temieron que contaminara por siglos la fauna marina. Por último, decidieron lanzarlo al espacio sideral. Nerviosos por la delicada misión, la impericia de los astronautas propició una fallida maniobra en el aire. Una explosión en las turbinas, seguida de una lluvia de polvo negro bañando sus rostros, les recordó para siempre la monstruosidad que habían engendrado.
Hay días en que la ropa me queda demasiado grande no porque haya perdido peso precisamente sino porque de seguro se me ha encogido en dos tallas el alma. Tan inevitable como inútil uno se mira las manos bajo el sol ve caer el ensueño junto al chorro del grifo y encuentra en una cáscara de fruta el significado obsoleto de la alegría. Hay días en que el cuerpo se engalana solo como un mendicante sin el alma puesta y hay que dejarlo solamente abrazarlo y dejarlo irse.
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